El Llamamiento a la Fe y a la Salvación.

23.09.2024

LA VOZ DE NUESTRO OBISPO.


En el cielo, tanto nuestra alma como nuestro cuerpo glorificado participarán de esa gloria eterna, como nos revela la doctrina de la resurrección y la redención de la carne.

Mons. Martín Dávila Gándara.

En el Evangelio de San Lucas, nuestro Señor Jesucristo nos presenta una parábola cargada de una trascendencia inagotable: “Un hombre dispuso una gran cena” (Lc 14:16-24). Este hombre no es otro que Dios mismo, y esa cena es la invitación a la fe, a la Iglesia, a la Sagrada Eucaristía, y finalmente, a la bienaventuranza eterna.

La grandeza del banquete divino.

Este banquete es majestuoso, no solo por la grandeza de quien invita, nuestro Padre Celestial, sino también por los tesoros inefables que se nos ofrecen. Se trata de la luz de la gloria, de la visión beatífica que describe San Agustín con tanta precisión, como la visión directa de la esencia misma de Dios. Nos enseña que la gloria celestial se compone de tres actos supremos: la visión, el amor y el gozo beatífico. En el cielo, tanto nuestra alma como nuestro cuerpo glorificado participarán de esa gloria eterna, como nos revela la doctrina de la resurrección y la redención de la carne.

¡Qué sublime es la generosidad del Padre Celestial! ¡Qué insondable su bondad al invitarnos a este banquete celestial! No hay distinciones en su invitación; hombres de todas las razas, edades y condiciones son llamados a participar. El Señor, en su amor infinito, envió a su Hijo a este mundo para abrirnos las puertas del cielo y para darnos un lugar en ese banquete. Tras Él, los Apóstoles y sus sucesores han llevado este mensaje de salvación a cada rincón del mundo.

La ceguera de los hombres y sus vanas excusas

Y, sin embargo, ¡cuántos son los que, pese a esta divina invitación, se excusan! ¡Cuántos prefieren los placeres fugaces y las distracciones mundanas a los bienes eternos que Dios les ofrece! En la parábola, los invitados ponen excusas: unos se excusan por los negocios, otros por sus preocupaciones mundanas, y algunos, peor aún, por las bajas pasiones que esclavizan sus almas.

Así es como los cuidados del mundo, la ambición desmedida y la sensualidad ahogan en los corazones humanos los nobles sentimientos y la llamada de Dios. La codicia arrastra al hombre hacia la tierra, alejándolo del cielo. La concupiscencia no solo lo ciega, sino que también lo vuelve ingrato e insensible a la invitación divina. Esta esclavitud del alma, descrita de manera tan clara en las Sagradas Escrituras, no es solo un rechazo al llamado de Dios, sino un desprecio activo hacia los dones de su amor.

Los destinos de los invitados: Gloria y condenación

Bienaventurados los hombres de buena voluntad, que responden con fe y amor a esta invitación celestial. Ellos disfrutarán de la paz y la alegría en esta vida, y en la otra, la dicha eterna. San Agustín nos enseña que "quien dignamente comulga, posee aquí en la tierra el paraíso". Pero desdichados aquellos que, cegados por los placeres efímeros de este mundo, rechazan el llamado de Dios. Como bien lo dice el profeta: "No hay paz para los impíos" (Is 48:22). Los que rechazan la invitación divina no solo enfrentarán el sufrimiento temporal, sino también las penas eternas, donde la separación de Dios se convierte en el más terrible de los castigos.

Por unos pocos bienes perecederos, sacrifican los goces eternos que Dios les tiene reservados. ¿No es esta la mayor de las insensateces? El Señor nos advierte con claridad: "Ninguno de los que antes fueron convidados probarán mi cena" (Lc 14:24). Y más aún, nos dice: "Quien no come mi carne y no bebe mi sangre, no tendrá vida eterna” (Jn 6:53). La negación a participar del banquete eucarístico es, en esencia, una negación a la vida misma que Cristo nos ofrece.

El llamado a la comunión

Acerquémonos, pues, con diligencia y gratitud a este sagrado banquete, y respondamos a la invitación de Cristo con fe, reverencia y amor. Estas tres virtudes son esenciales para recibir dignamente la Eucaristía. Como nos recuerda San Agustín, la comunión digna nos concede el cielo aquí en la tierra, pues el alma que comulga con devoción participa ya de la vida eterna.